La pintura de Gonzalo Chillida
Gabriel Celaya
Como en las inauguraciones, según decía Oscar Wilde, suele haber demasiada gente para poder ver los cuadros y demasiados cuadros para poder ver a la gente, mucho temo que el visitante apresurado y un poco desconocedor de este hombre secreto llamado Gonzalo Chilllida pase ante sus cuadros y comente con admiración, pero no sin cierta superficialidad, que su pintura es deliciosa. Porque deliciosa es evidentemente, pero si no pasamos de ahí poco habremos percibido de verdad. Y como un aparente impresionismo puede llevarnos a eso quizá sea necesario encerrarnos en y con su obra como él se ha encerrado con ella durante años al margen de la bullanga.
“Dejar que una obra sea obra es lo que llamamos la contemplación de la obra”, decía Heidegger. Y adviértase qué distinto de lo que subraya el impresionismo es lo que nos muestra esta contemplación que desvela o revela lo que ya estaba ahí encubierto o recubierto y ahora se nos expone (o pone fuera) como una invitación al descubrimiento activo. “Si una obra no puede ser sin ser creada –señalaba muy bien Heidegger- tampoco puede lo creado llegar e ser existente sin la contemplación.” ¿Y qué nos muestra ésta? El ser del ser o la realidad como es en sí misma. Pero, ¿cómo?
A la vista de los cuadros de Gonzalo Chillida, tan ejemplificadores de lo que teóricamente vengo diciendo, creo que la revelación se produce en el sentido enormemente triste en que se nos manifiesta la soledad del ser. Porque no se trata tan sólo de esa anecdótica melancolía de Septiembre en San Sebastián que nos lleva a hablar de sus ojos claros y tristes, ni tampoco de algo más o menos arcaicamente rememorado por el ser vasco de origen, sino de algo, que si no sonara a pedante, yo llamaría metafísico.
Estamos, si bien se miran estos cuadros, ante la soledad cósmica, ante el horror y el misterio de que algo exista en lugar de no existir nada, y ante el pasmo de que el Arte pueda mostrar – así, mostrar, en el sentido más elemental de la palabra- lo que en rigor es impensable: el ser que es al margen de lo humano. Porque adviértase qué poco humanista, en el sentido banal de la palabra, es la pintura de Gonzalo Chilllida, y cómo se acerca al mundo en lo que tiene de más remoto y extraño al espacio hecho a nuestra medida en que normalmente vivimos, bien sea por abierto a las distancias o a lo sin límite, bien sea porque nos presenta lo mínimo de unas arenas o unos regatos a una escala que no es aquella en que normalmente los percibimos, y sobre todo porque la anima un sentido de reverencia y temor y nos descubre algo que, pese a que está siempre ante nosotros, envolviéndonos, atrayéndonos y espantándonos a un tiempo, no solemos advertir.
Nos encontramos así ante una visión del bio-cosmos que es realmente real aunque no naturalista ni representativa como ese universo ficticio concebido a escala del hombre y no del ser más que existencial que nos constituye. Realmente real porque no tiene nada de fantástico ni de gratuito por mucho que nos fascine y nos sorprenda. Realmente real porque ahí está, siempre, y es lo que nunca vemos.
A este nivel, las diferencias entre lo abstracto y lo figurativo dejan de tener sentido. Porque lo que ahora reina es lo fisiognómico del universo en todos sus órdenes, es decir, aquellas formas de manifestación del ser que van más allá de la figuración que, según decimos, entendemos, cuando en realidad no hacen más que referirnos a algo que no son ellas mismas. Y es ahora, sólo ahora, cuando estamos ante lo que habla por sí mismo y nos habla de un lenguaje que sobrepasa el de lo cotidiano, que es evidentemente más que humano, y que sin embargo entendemos intuitivamente. Y repito que no hablo de una transfiguración de la naturaleza ni de nada mágico sino simplemente de la forma en que el mundo se nos muestra como es, y en cómo se nos revela cuando lo limpiamos de cuanto lo recubre. Y no olvidemos que mucho de lo que lo recubre es lo que solemos llamar Cultura.
¿Cómo describir esto, que no es una visión mágica, ni mucho menos fantástica que nos lleve más allá del mundo, sino precisamente una inmersión en éste? Quizá como algo móvil y musical o un campo ondulante, en el sentido físico de la palabra campo, que más allá de la diferencia entre lo subjetivo y lo objetivo o entre lo inorgánico y lo vivo, nos muestre la pura vibración del átomo de la célula, o, más allá de las pulsaciones con un centro, el vértigo de la quietud.
Aunque toda forma hace un gesto y todo color acusa una temperatura emocional sería absurdo tratar de traducir a otro lenguaje el fisiognómico de la pintura. Y no quiero decir con esto que no crea en las sinestesias, en la ley de las correspondencias y en ese algo difícil de explicar que nos hace sentir el sonido de un color o el olor de una palabra. Si algo sustenta todo esto, y algo debe haber, pues cualquier persona de mediana sensibilidad lo percibe, debe ser un tono emocional. ¿Y cuál es éste en Chillida? ¿Qué nos descubre su pintura?
Aunque parezca paradójico después de cuanto llevo escrito, diré que estos cuadros nos muestran lo siempre visto que es a la vez lo nunca visto: lo que estaba ahí, en la bahía de la Concha, tal como podemos verla desde la terraza de Chillida, y tal como la dibujó premonitoriamente la ciudad de San Sebastián, cuando sus procesiones, saliendo de la Parte Vieja y caminando hacia la ermita del Santo que se hallaba en el Antiguo, dibujaban y definían en lo que entonces sólo eran dunas movibles y vagas, la curva de la playa actual y ese espacio que con sus arenas, sus riachuelos dibujados por la bajamar, sus rocas musgosas, sus rosas y grises distantes, sus atardeceres y sus horizontes, tantos secretos ponen a la vista: lo que era evidente pero nadie había captado. Lo que nos hace decir ahora que esa playa parece un Chillida porque ambos se producen a una y no se sabría decir quién imita a quién; lo que no hace falta demostrar ni explicar: la presencia del ser.
Y así, en la Naturaleza tanto como en el Arte, y en su relación dialéctica sobre todo, se muestra hasta que punto todo, como decía antes, es fisiognomía, gesto, expresividad, voluntad de fusión hasta llegar al general ser-mundo de la creación única. Porque el artista es en efecto el vehículo del ser. Y cuando alguien, comentando las tesis de Heidegger –“el Arte pone en operación la verdad de los entes”- señala que el filósofo no aclara si el ente que se revela es la obra de Arte como ente o si es el ente que representa la obra, sólo cabe responder que el ente se revela fisiognómicamente en el acto creador común.
Todo esto supone una ética tanto como una estética. ¿Saben por ejemplo qué es lo que más le gusta a Gonzalo Chillida en su casa? Las paredes blancas sin cuadros ni adornos: lo puro en que lo esencial se manifiesta, como en esa playa abierta ante su terraza, donde el más leve gesto, justamente por mínimo resulta más revelador: lo que por limpio de ganga nos pone ante lo que realmente es: el milagro de lo sencillo y de lo que en el aspecto humano solemos llamar, rechazando alharacas, la modestia; y la limpieza de una mirada que nos permite ver lo que realmente hay que ver, y nada más: el ser -repito- ser de verdad, entendido en ese modo, muy vasco, que convierte una Ética, no moralizante sino vivificante, en raíz de lo estético y de lo desnudo. Porque de lo que se trata es de mostrar y no de explicar o ilustrar.
Aunque a lo largo de este texto he tratado repetidamente de prevenir contra una fácil visión impresionista de los cuadros de Gonzalo Chillida habría que estar ciego para no advertir cuánto debe su pintura a la luz vasca. Y con esto no me refiero sólo a la diferencia entre esa clara transparencia y la luz de un sol crudo y mordiente, que en lugar de acariciar el mundo y desvelar sus matices, todo lo devora y lo anula cruelmente; me refiero también, de un modo análogo, pero a otro nivel, a la diferencia que va de la claridad que surge en las cosas desde dentro a la que llega desde el exterior convirtiéndolo todo en un banal escenario. Aquélla nos revela la verdad que hay oculta en la realidad más allá de su apariencia; ésta lo reduce todo a un aparato escenográfico. Aquélla nos revela el secreto de los colores y de las estructuras, el mundo en que realmente vivimos y que a veces no percibimos sino distraídamente; la otra disfraza, obnubila, ciega, engaña y es tanto más artificiosa cuanto más voltaje pone en su foco.
¿Y no es esta mágica transparencia de la luz vasca la que ha permitido a Gonzalo Chillida ver lo que es sin más con el terror y la hermosura que se funden en el éxtasis a que nos lleva, sin más allá este mundo en que vivimos, tan vulgar a primera vista, tan fabuloso cuando entramos en él rompiendo la costra de los convencionalismos y de las visiones superficiales. Y de lograr eso es de lo que se trata. Porque la soledad cósmica, el ser que somos todos y no es nadie está dentro y fuera de nosotros llamándonos a esa nueva conciencia de que dan testimonio los cuadros que ahora presento.
Catálogo exposición Gonzalo Chillida. Galería Theo, Madrid 1979.