Gonzalo Chillida Web del pintor Gonzalo Chillida

En la intimidad del estudio
Alicia / Javier Chillida

Este momento
es mar, mar, sólo mar.
Sin costas, sin rocas,
sólo viento y mar.
Viento y mar.
Sólo viento y mar.

Joaquín Gurruchaga (1)

Esta exposición es un primer esbozo retrospectivo de la obra de Gonzalo Chillida, que aprovecha la intimidad del espacio de la ganbara del Koldo Mitxelena Kulturunea para presentar una selección de las obras que él mismo preservó a través del tiempo y que, como una colección privada, fueron retiradas de la venta y cuidadosamente guardadas en su estudio durante años. Se trata, en su mayoría, de óleos en pequeño y medio formato, fechados desde los años cincuenta hasta el final de su vida. Los primeros bodegones, en los que la geometría es protagonista en la búsqueda de una forma y concepto, son sucedidos por las formas, donde experimenta con esculturas en yeso y collages, en las que la naturaleza es el modelo fundamental: la cristalización de los minerales, las huellas en los fósiles, las formas estratificadas de las rocas, la superposición de los planos de las montañas… Todas ellas constituyen un terreno de experimentación, hasta hallar en 1960 ese espacio que se convierte en un emblema para apresar la belleza y el misterio de lo real: el límite entre el mar y la arena, donde se hace duradero lo más fugitivo, el reflejo de la luz del cielo sobre el rastro del agua. A partir de aquí, la secuencia cronológica de su trabajo se desdibuja y la temática se abstrae, hasta llegar a las últimas obras fechadas en 2007. El descubrimiento de este lugar intermedio abre la serie arenas que se convierte en el tema central de su obra, junto a las marinas, los cielos y los bosques, sin olvidar nunca el paisaje que recrea en las vistas de su ciudad, de los montes o de Castilla, donde la bruma, la nieve o la luz son protagonistas.

La selección de obra refleja en esta muestra la tensión entre las dos escalas en las que oscila la pintura de Gonzalo Chillida, micro y macro. Es aquí en donde se revela su personal visión ante la naturaleza, en la que hace convivir amplias vistas en un mínimo espacio pictórico, así como la magnificación de un mínimo detalle del paisaje ampliado en un gran lienzo. En este sentido, podríamos pensar en lo que denominan los científicos una “dimensión fractal” (2), una nueva imagen dentro de la totalidad compuesta por un orden natural oculto, que puede revelar más de los modos en que la regularidad y la estabilidad, dentro de ese mismo orden, pueden nacer de la turbulencia y del azar subyacentes.

En 1965 Gonzalo Chillida colabora en el libro de Juan Ramón Jiménez, El Nuevo Mar, con el editor Rafael Casariego: “Volvió Chillida con varios bocetos y comenzó sus litografías para el libro. ¿Cuántas desechó? Creo que ni él mismo lo sabrá. Cada vez que iniciaba su quehacer sobre una nueva piedra, concebía el mar con menos referencias visuales pero al mismo tiempo con caracteres más tectónicos y, paradójicamente, a la vez que el mar iba perdiendo elementos concretos y significado iba ganando ritmo, libertad, sentido y sus manchas fundiéndose en ilusoria realidad; en cada nueva prueba iba deshaciendo la noción del tiempo y de las formas para acercarse más al mar absoluto” (3).

Para Antonio Saura algunas obras de Gonzalo Chillida, a pesar de su pequeñez, producen la impresión de estar contemplando obras de dimensiones mucho mayores, hallando en ellas una diversidad de situaciones inscritas en un espacio expansivo, en principio prolongable en todos los sentidos. “Como si las imágenes que contemplamos no fueran más que un fragmento de un fenómeno plástico mucho más vasto, permitiendo a la mirada – e incluso obligándola- a proseguir su recorrido fuera ya de los límites del cuadro. Este espacio, ocupado con elementos transparentes, livianos y vaporosos, está sin embargo construido, paradójicamente ordenado, pues bajo su apariencia fluida y azarosa existe una verdadera composición subyacente, una invisible osamenta que lo sustenta. En las arenas la referencia a la realidad nunca es explícita, siempre el mar, el cielo, la arena – un paisaje marítimo transformado en escenario mental” (4). Tal y como sucede en el arte oriental, Chillida se aproxima a la pintura como si la imprecisión y la bruma, lo que se entrevé, fuera el único modo de transmitir su pasión por la naturaleza, eludiendo una visión nítida y directa.

Durante su vida, Gonzalo Chillida eludió hablar públicamente sobre su trabajo. No obstante, en un escrito descubierto recientemente, argumenta: “Soy muy amante de la naturaleza. Estos colores y estas brumas que se ven en mis cuadros existen realmente en nuestro paisaje, aunque a veces los idealizo y salen de la realidad, convirtiéndose en pintura abstracta. La mar me atrae de una manera muy especial. Nunca quise vivir sin verla. Esto no quiere decir que solo me impresione este paisaje, pues también me emociona Castilla, con sus grises, ocres y tierras rojas, sus llanuras como mares” (5). Es esta idea la que conduce a Miguel Zugaza a calificar a Chillida, dentro de su generación, como “el primer paisajista entre los abstractos” (6).

Gabriel Celaya nos previene de una fácil lectura impresionista de esta pintura, calificándola de metafísica, en cuanto a que lo que nos revela es la soledad cósmica del ser. “A este nivel, las diferencias entre lo abstracto y lo figurativo dejan de tener sentido. Lo que ahora reina es lo fisiognómico del universo en todos sus órdenes, es decir, aquellas formas de manifestación del ser que van más allá de la figuración que, según decimos, entendemos, cuando en realidad no hacen más que referirnos a algo que no son ellas mismas” (7).

Chillida admiraba el campo de color y la fuerza de las obras de Rothko, la intensidad y el despojamiento de Tàpies, la sobriedad de los últimos paisajes litorales de Braque. Y la libertad y la pincelada de Goya, siempre Goya… A Monet, otro de los artistas que apreciaba, le preocupaban, al final de su vida, lo que el llamaba las “instantaneidades”. La naturaleza era así percibida en su atomización. En sus últimos años, se dedicó a pintar una y otra vez la charca que había en su jardín de Giverny, paisajes acuáticos que reproducen tanto el propio curso del agua como un horizonte que carece de bordes. Según sus palabras, atendía sumisamente al instinto “porque de nuevo he descubierto los enormes poderes de la intuición, a los que dejo predominar en mi obra, y así he podido identificarme con el mundo creado y perderme en él”8. La mirada microscópica encuentra un mundo inestable de metamorfosis, una búsqueda insaciable de ese instante natural en el que la sensación se prolonga. Este legado, de un pintor casi ciego, será esencial para los artistas de la segunda mitad del siglo XX.

En paralelo a la pintura, Gonzalo Chillida realiza una exhaustiva labor fotográfica que conforma un extensísimo atlas paisajístico, formado por miles de fotografías, del que por primera vez se muestra al público un pequeño fragmento. A las fotografías captadas con la cámara analógica Leica desde los años cincuenta, reveladas manualmente por él mismo en b/n, le suceden las realizadas en color digital. Todas responden a una mirada recurrente y determinada que persigue dentro del instante una cualidad atmosférica o un encuadre óptimo. En ocasiones compone fotomontajes para obtener una visión más amplia o una panorámica y desarrollar extensas series con variantes de un mismo motivo en instantes casi simultáneos. La fotografía se convierte a veces en la base o sujeto principal de sus pinturas.

En el año 2000 Gonzalo –nuestro padre– colabora con el arquitecto Xabier Unzurrunzaga en el proyecto de la iglesia de Benta-Berri, donde pinta in situ el mural del ábside, en colaboración con su hijo Juan Chillida. Egunsentia/Amanecer, título de la obra, es uno de los motivos recurrentes en su pintura: un mar de montañas, la vista sobre los valles interiores de Gipuzkoa y Navarra bajo la niebla. En 2005 surge el Pabellón de Igeldo -un proyecto de Alicia Chillida en colaboración con el arquitecto Luis Enguita- enclavado en la ladera exterior del monte, lugar al que Gonzalo en sus últimos años acudía casi a diario al atardecer para fotografiar el crepúsculo, “el cielo, ese otro infinito puro que no tiene otro semejante natural que la mar” (9). Para cada pared del pabellón pintó un cuadro y quiso que el muro que mira al mar quedase vacío. El Pabellón de Igeldo responde al sueño de Gonzalo Chillida de tener un estudio en este lugar, un lugar para la soledad y la quietud. Un sueño que aún se mantiene vivo entre nosotros.

  1. Joaquín GURRUCHAGA, El suave aire del mar en todas partes, 2.XXX, Ed. Calambur, Madrid, 1996.*
  2. J. Y BRIGGS.; F.D PEAT., Fractales, 18 or. Ed. Digital, 2000.
  3. Juan Ramón JIMÉNEZ, El Nuevo Mar (prólogo de Rafael Pérez Delgado). Edición numerada y firmada con 11 litografías de Gonzalo Chillida. Col. Tiempo para la Alegría. Ed. Díaz Casariego, Madrid 1965.
  4. Antonio SAURA, El mar de Gonzalo Chillida. Galería Elvira González, Madrid 1994.*
  5. Archivo Chillida Ameztoy. Documento manuscrito del autor, s.t./ s.f.
  6. Miguel ZUGAZA, Gonzalo Chillida. Pintura. Museo del Prado, Madrid 2006.
  7. Gabriel CELAYA, Gonzalo Chillida. Galería Theo, Madrid 1979.*
  8. Daniel WILDESTEIN, Claude Monet. Biografía y catálogo razonado, vol. IV. Lausana-París 1985.
  9. Francisco CALVO SERRALLER, Pintar al límite. Ed. Museo de Bellas Artes de Bilbao, 1989.

* Recopilado y referenciado en el libro Gonzalo Chillida. Pintura/Paintings, Edición Alicia Chillida. Tf Editores, Madrid 2006.

 

Gonzalo Chillida. Catálogo exposición, Sala Ganbara, KM Kulturunea, Donostia-San Sebastián, 2013.